
Les quiero compartir la historia de un niño que me educó en la paciencia de una manera increíble, me ha enseñado muchas cosas, pero la más importante para mí es que con él aprendí a empezar de nuevo en todo lo que sea necesario.
A. tiene doce años. Sus hermanos (dos) al igual que él, están a cargo de su abuela, viven en una casa con veinticuatro personas más (tíos, primos, etc.); su familia es una gran amiga del Punto Corazón, el amor que nos tienen es maravilloso de verlo. Es evidente como la presencia de cada voluntario ha marcado su vida.
Él al igual que cualquier niño de doce años tiene muchísimas energías, a veces me parece que es demasiado, pero sabiendo la vida que lleva puedo entenderlo un poco. Mi camino en la amistad con él ha sido realmente un "volver a empezar todas las veces", ya que cuando creía que teníamos amistad él podía tirar todo en dos segundos con su comportamiento. Mi incapacidad de amarlo me impedía acercarme demasiado, hasta que comencé a ver cómo mi comunidad se relacionaba con él, cómo cada uno tenía su forma especial de verlo, de tratarlo.
Empecé compartiendo tiempo con él solo, prestándole atención de una manera "exclusiva" y noté cómo su forma cambiaba, cómo de a poco fue destapando las heridas que lleva su corazón. En una simple pregunta de "- ¿Ludmi, tú conoces a tu papá? Porque “ yo no" en estas palabras tan sencillas pude notar como lo único que él necesitaba en ese momento era un oído que lo escuche, una mirada que lo ame y solo un poquito de mi tiempo. Hay veces que cuando abrimos la puerta de la casa entra y es difícil hacer que salga; en una de las tantas veces que lo hizo dijo “si me dan un abrazo me voy”. ¿Cómo no responder a ese grito de amor? Me pongo a pensar cuantas veces he tenido ese A. frente a mis ojos y miré para un costado para “no involucrarme demasiado”.