Todos los martes visitamos un hogar donde reciben y viven bebes, niños y adultos con parálisis cerebral y otro tipos de enfermedades que fueron abandonados o que sus familiares no pueden cuidar.
Desde el primer momento que llegue y me presentaron como la nueva voluntaria, Rosa me recibió gritando con mucha alegría “¡Tía, ven!” y haciendo gestos con su cabeza me invitaba a que me coloque detrás de ella y ponga una mano en su hombro y con su mano deforme pero pequeña y cálida tomaba mi otra mano. Mientras ella pintaba en silencio, apretaba muy fuerte mi mano y por un instante se recuesta en ella y luego comienza a besarla. Realmente estaba muy asombrada que en este primer encuentro donde ella no me conocía, sin ningún tipo de prejuicios me haya recibido con tanta ternura. Y es así que formamos una amistad gratuita hasta el día de hoy, donde ella siempre que me ve entre tartamudeos me dice “¡Tía, ven!”.
Rosa con sus simples gestos me enseñó mucho del amor de Dios, me enseñó que el amor del Señor no tiene condiciones, es gratuito, que nunca nos reduce a nada, ni a los prejuicios, ni a lo físico, ni a nuestros pecados y que siempre va a dar el primer paso y decir “¡Ven!” y sin obligación, siendo un amor completamente libre, está en nosotros en querer o no recibir este tesoro.