Él es uno de los jóvenes de nuestro barrio. Tiene 16 años y está solo. De niño, pasaba el tiempo en nuestra casa, pero eso ya no es “legal” (palabra en portugués usada para muchas cosas, en este contexto puede ser “interesante”) para él porque ya no es un niño. Venir aquí, en su idea, es una cosa infantil. Su futuro es una gran incertidumbre, por eso cada vez que lo veo en la calle, sano, es una tranquilidad. Venir a nuestra casa no es “legal” pero cuando lo golpearon en una fiesta fue aquí adonde llegó para que lo curemos. Es como si nuestra casa fuese la presencia de esa mamá que no está. Aquí recibió protección, amor gratuito, cuidados, abrigo, un regazo tibio para resguardarse. Yo no soy mamá, pero con él surge dentro de mí la maternidad. Siento mucha impotencia frente a las decisiones que toma. Me gustaría poder alejar de él todos los peligros. Entonces no puedo más que encomendar su vida a María, la Madre por excelencia. No puedo más que mirarla a ella cuando Jesús era flagelado y suspendido en una cruz. Y ella permaneció de pie. No puedo más que pedirle a ella no dejarme abatir por la desesperanza.