Esa tarde de viernes, cuando fui a visitarla con mi hermano Josef, realmente no la reconocí. Postrada en la cama sin poder levantarse, lloraba en todo momento lamentándose la pérdida de su pie, que le habían cortado dos meses atrás. Ella decía que Dios la había abandonado, se preguntaba qué había hecho para que Dios la castigara así, y que prefería morirse.
No sabía cómo consolarla pues cuando no lloraba, se quedaba mirando a un punto fijo unos segundos, luego reaccionaba y volvía a llorar. Al escuchar su desesperanza, su punto de vista tan negativo, me daban ganas de llorar también. Pensaba y pensaba y me sentía desesperada por no encontrar las palabras justas que la calmasen.
Con los días entendí que mi misión no era hacerla sentir mejor de inmediato, sino acompañarla en su dolor y rezar. Realmente ella necesita de nuestra presencia, necesita que la ayudemos a mirar a Dios, a confiar en Él de nuevo; necesita un hombro en quien llorar y no sentir que molesta al hacerlo.
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