Ousmane es un vagabundo que anda con una gorra de lana rosada sobre la cabeza. Es canoso, flaco y posee unos ojos que parecen ser enormes porque emergen de un mar de arrugas que cubren su rostro. Pasa sus dÃas vagabundeando, sentado o caminando, observando a la gente. Elisabeth ya lo conocÃa y, una noche que regresábamos de misa, me lo presentó. Empezamos a hablar un poco de todo. No daba respuestas muy coherentes, pero se lo entendÃa. Finalmente, como ya era tarde, cada uno se fue de su lado.
Ahora, cuando lo encuentro, lo saludo y empezamos a conversar un poco juntos. Lo que más me asombra en estas pláticas es su mirada: cuando lo saludo, leo en sus ojos quemados por el sol una inmensa gratitud, una verdadera alegrÃa de poder conversar «de hombre a hombre» conmigo. ¿Cómo es que un simple saludo puede dar tanta alegrÃa? ¡A qué punto el corazón del hombre tiene sed de una mirada que le diga de nuevo su dignidad de hijo! Y si la mirada mÃa se la devuelve, su mirada me levanta a mà también. ¡Realmente! «Sólo con el corazón se ve bien, lo esencial es invisible a los ojos» (El Principito, Antoine de Saint-Exupéry).