De la primera carta de Judit en misión en Brasil:
En estos días me di cuenta lo difícil que me es contemplar realmente: detenerme ante la realidad del otro, ante su historia de vida y contemplarla con los ojos de Jesús. Con sus ojos compasivos, que no juzgan, que miran profundamente, que consuelan. Sólo Él puede darme esa gracia, sólo Él puede hacerme “nacer de nuevo”.
En nuestro barrio las personas son muy alegres y tienen una gran fe. Pero también sus vidas están marcadas por profundas heridas y muchos de ellos por el abandono. Hay muchas mujeres solas, niños sin una figura paterna. Es difícil encontrar una familia constituida. Pero en medio de las carencias materiales ellos saben compartir lo que tienen con nosotras. Nos reciben con alegría, compartiendo una taza de té, una merienda, incluso helados que ellos mismos hacen. Estas mujeres nos invitan a comer a su mesa con sus hijos y sus nietos y nos hacen sentir sus hijas, sus nietas.
¡Tengo tanto para aprender en esta escuela de contemplación! Me encuentro con una realidad que me impacta, me desestabiliza y por momentos me lleva a preguntarme ¿Qué puedo hacer yo por ellos? ¿En qué puede cambiar mi presencia la vida de nuestros amigos? ¿Sirve de algo todo esto?
Si contemplo la realidad sólo con mi mirada humana y limitada mi presencia no cambia nada en este lugar, porque eso soy: un instrumento, una de tantos misioneros y misioneras que pasan por la vida de estas personas. La única Presencia que puede cambiar algo en la vida de nuestros amigos es la de Jesús. Yo solo puedo buscar su rostro en ellos y confiar en su misericordia. Contemplar esos brazos extendidos y abrazar también yo este Misterio. Contemplar la cruz para poder contemplar ese mismo Dios, esas mismas llagas de Cristo presentes en las personas de nuestro barrio y llevar a sus pies la vida de cada uno.
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