Saben que por mi profesión de arquitecta me es inevitable no detenerme en determinados detalles que tienen que ver con el espacio físico en donde habitan las personas. Al entrar en las casas de los amigos del barrio me encuentro muchas veces observando y perdiéndome en mis pensamientos: recuerdo las palabras de mis profesores de la facultad, hablándome de los espacios y de los límites que los dividen. De cómo las características de un espacio físico pueden hacer preservar la intimidad o, por el contrario, invitar al encuentro. No quiero aburrirlos con nada de esas cosas, sólo compartirles por qué despierta tantas inquietudes en mí que la gran mayoría de las casas de nuestros amigos carecen de puertas.
Un espacio abierto o cerrado genera un límite. Una puerta es un límite. Una puerta nos dice: “hasta acá podes entrar”. En la vida y el corazón de nuestros amigos del barrio, existe un paralelismo impactante con el espacio simple y pobre en el que ellos habitan. En su corazón tienen una sola puerta que te dice “hasta acá podes entrar” y una vez que la abrieron, te dan el permiso para entrar en todas las habitaciones. Y esa donación del corazón sin límites conlleva una pequeña muerte para ellos y la conciencia de que una vez que abrieron la puerta aceptan la alegría, pero bién el dolor, de amarte.
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