Les confieso que Dios me ha dado la gracia y el privilegio de amar este bello país y el destino de su gente, aunque no sabría decir cómo ni cuándo sucedió.
He traído el corazón teñido de sus colores, de su alegría. He descubierto hermanos, y a Dios en ellos. En las limitaciones, en el sufrimiento, en cada búsqueda. Dios está también ahí, amándonos, en nuestra pobreza; enviándonos a permanecer cerca de los corazones de cada uno de sus hijos. He visto y oído como no se olvida de ninguno.
Les hablé de la esperanza que habita allí, en Barrios Altos. Les hablé de los regalos, de las sorpresas, del Misterio. Lo humano, conservado sano y sagrado. Juntos, rezamos cada día por todo ello, para que florezca. Y en cada estación del año, se mantuvo ahí, frente a nuestra puerta. Cualquier ocasión es un buen motivo: volver de una vuelta en bici, pasear el perro, sacarse una duda, proponer un almuerzo, el final de una tarde de fútbol...
Los nombres y los rostros son para la eternidad. Me despido con la certeza de que, esta misión, en este tiempo y en este lugar, la hemos recibido de Aquel que dispone los planes perfectos, como nadie más podría pensar.
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