Hortensia y Modesto llegaron de Bolivia a finales de los setenta, movidos por la promesa de una vida mejor en Argentina. Ahora, son unos abuelitos que viven con su nieta de 17 años en una casa enorme.
Modesto, a quien todos en Villa Jardín conocen, camina por las calles con su inseparable bicicleta porque la necesita como apoyo para mantenerse parado. Hace algunos años, tuvo un accidente terrible que lo dejó imposibilitado para trabajar: se cayó de lo alto mientras supervisaba una construcción y se fracturó la columna. Ahora, duerme sobre una superficie de madera sólida porque el dolor de su espalda es insoportable. El frío no le ayuda con sus dolores, así que, durante estas semanas, lo vemos muy poco.
Hortensia, por su parte, también sufre los achaques de la edad, y se encarga de cuidar de Modesto, de llevarlo al médico y de comprar sus medicinas. Habla con nostalgia de un pasado en el que el barrio no era peligroso, y en el que la vida les sonreía. En cada visita, nos dice con amargura que no sabe cómo ni por qué les cayeron todos los males encima: su único hijo falleció, su salud empeoró y ninguno de los dos puede trabajar… No deja de buscar respuestas y, a veces, pareciera que espera encontrarlas en nosotros. En ocasiones, ellos notan que hablaron demasiado -aunque a nosotros nos encanta-, y nos preguntan mil cosas sobre nuestros países, nuestras familias y trabajos, o sobre la fe. Podemos contar lo más vano o irrelevante, y nos escuchan maravillados, como niños que descubren algo bello a través de nuestras palabras. En su actitud hay una mansedumbre y una humildad infantiles que encontramos inusuales y preciosas. Se alegran inmensamente cuando los visitamos y siempre tienen palabras dulces para nosotros. En nuestra compañía, se ríen, pelean, lloran, aprenden… Y nosotros también con ellos.
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