Lucas es un hombre joven, ni siquiera tiene 35 años, pero las huellas del consumo de drogas son evidentes en cómo habla y se desenvuelve. Está muy herido, tras una vida marcada por la ausencia de sus padres y el dolor. Hoy, vive solo con su hijita en su pequeña casa.
Recuerdo que no pasaron muchos días desde mi llegada, cuando empecé a escucharlo gritar: “¡Martina!”, desde el interior de su casa. La pequeña, que jugaba en el pasillo con sus primos y amigos, no hacía caso. Luego, Lucas volvía a gritar: “Martina, ¡vení a tomar la leche!”. Él siempre está procurando cuidarla, siempre está pendiente de ella. La ropa de Martina siempre está limpia y en buen estado. Ahora, que hace frío, él se preocupa de que ella esté bien abrigada. Nosotros compartimos mucho tiempo con ella, y vemos que es una niñita feliz, siempre sonriente, tierna, inocente y parlanchina. A veces, inventamos, juntas, pasos de baile en pleno pasillo, y luego nos partimos de risa.

Lucas es, también, un buen amigo y vecino. En ocasiones, ha traído a nuestra casa leche, pan o galletitas para la merienda de los niños; nos preparó una pizza cuando proyectamos una película en el pasillo para los pequeños; y nos ayuda cuando algún amiguito obstinado no entiende que se terminó la hora de los juegos. Yo me la paso conmovida e impresionada por esta pequeña familia, por Lucas que, con todas sus limitaciones, hace todo lo que puede para criar a su niña. Esta oportunidad de ser sus amigos no nos ciega: sabemos que su situación no es ideal. Y, sin embargo, nos permite ver su lucha y esfuerzo, apreciarlo, y confiar en él y en el papel que tiene su vida inmensamente valiosa en el plan de Dios. Lucas sabe que somos sus amigos, y también confía en nosotros.
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