Casi llegando a los 80, después de una larga vida de trabajo como funcionaria en una institución pública, hoy Cecilia vive en un pequeño departamento en un tercer piso sin ascensor.
Los inicios de la amistad no fueron fáciles pues tiene un carácter fuerte. A su vozarrón inconfundible se ligaba una cierta incapacidad para escuchar y dejar hablar al otro hasta el fin. Pero poco a poco la amistad fue creciendo. Como es muy activa, venía a ayudarnos cuando hacíamos mermeladas, pelando fruta, lavando los frascos.
Su pasión fue siempre acompañar a la gente que vive en la calle. Con la pandemia ya no pudo continuar su voluntariado en varios comedores de la zona, y eso la volvió muy triste.
Poco a poco su salud comenzó a deteriorarse. Los dolores aumentaron y con ello vino el desánimo. Un día se cayó. Otro día unos amigos la fueron a ver y ya no quería salir del departamento.
Hoy ha comenzado un proceso para irse a vivir en una institución. Pero lo que percibo es que con el quiebre físico hubo algo en su actitud que cambió: apareció la ternura. Cuando nos encontramos la última vez su lucidez me impactó. Como si la vida dejó de ser una lucha constante para que comience en ella, en su interior, el tiempo de la aceptación. Había algo de la mirada de un niño, sus ojos brillaban y a la vez se la veía desprotegida, desarmada. Conversamos sobre su eventual partida y le aseguré que la iríamos a visitar. En ese momento su mirada se iluminó y me dijo: "la amistad de ustedes llegó justo a tiempo, ahora sé que no estoy sola."

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