Un día, cuando Maya y yo volvíamos a casa después de un apostolado, una mujer se nos acercó y nos pidió dinero. Estábamos bajando rápidamente la calle y nos detuvimos unos minutos. Parecía tan pobre. Se llamaba Valentina. Llevaba una gran cruz alrededor del cuello, que colgaba sobre su pecho de una terrible delgadez. Le hice notar que su cruz era muy hermosa; su rostro se iluminó. Le indicamos dónde vivíamos, y ella nos indicó vagamente que vivia en esa misma calle donde la habíamos encontrado.
Esta joven mujer dejó una huella en mi memoria, y quise volver a encontrarla para hacerle saber que no la habíamos olvidado. Varias semanas después, volví con Anna, con la esperanza de verla de nuevo. En esa famosa calle que no conocíamos, observábamos cada casa para ver cuál era la más pobre. Después de un buen número de casas, se erigió ante nosotras un edificio que parecía haber sido olvidado por el tiempo. A unos señores sentados en un banco enfrente del edificio, les pregunté dónde vivía Valentina: Segundo piso, a la derecha, al fondo del pasillo, me respondieron naturalmente. En ese largo pasillo oscuro, llamé a la puerta que se suponía era la correcta. La mujer que me abrió estaba a contraluz, pero no reconocí a Valentina. ¿Quizás había envejecido desde la última vez?, ademas sólo la había visto dos minutos. Sin embargo, Valentina realmente vivía allí.
Esa dama delgada y sonriente era su humilde madre. Nos recibio con naturalidad. Se llama Paraschiva. En su departamento, donde han crecido sus catorce hijos, nos presento a sus dos nietas, las hijas de Valentina: Elena, de siete años, y su hermana pequeña Diana, que tiene cinco años y es discapacitada. Con cuánto amor se ocupa Paraschiva de ellas. Reza cada día para que Diana comience a hablar. En este lugar donde no hay comodidades , donde hace demasiado calor, me siento bien. Aunque apenas nos conoce, esta señora nos invita al cumpleaños de Elena, dandonos a entender que siempre seremos bienvenidas en su casa.
Como prometido volvimos para el cumpleaños de Elena. La pequena, apenas nos vio, corrió hacia nosotras y nos abrazó con fuerza. Una amiga del edificio, Alexia, que estaba con ella, nos dijo, con ojos brillantes, que sabe quiénes somos, pues somos las amigas de Elena. La abuela, ese día, cuando llegamos, por una pequeña urgencia que la obligó a ausentarse, nos dejó con total confianza al cuidado de sus dos nietas.
Finalmente, aún no he vuelto a ver a Valentina, pero en su lugar he conocido a su familia.
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