Doña N. muchas veces nos dice que se siente sola y que hay días en que se encuentra sólo acompañada por su soledad y llora. “Mi familia ya no se acuerda de mí y nunca me vienen a ver. De cualquier modo ¿Yo, qué puedo hacer con eso?”
La única forma de soportar la soledad es aceptarla. Todos tenemos que aceptar nuestra soledad. En mi barrio aprendí que lo que más duele y lo que más miedo da, no es la falta de cosas, sino el miedo a quedarse solo. Y ese es un miedo que nos une a todos los seres humanos. Tenemos miedo de la soledad, pero al mismo tiempo no podemos escapar de ella. Por más que pertenezcamos a una comunidad o tengamos a nuestra familia y seres queridos con nosotros no podemos evitar la soledad. Y es precisamente en esa soledad donde sólo hay lugar para una presencia: la de Dios.
En este domingo nuestras soledades se encontraron. Nuestro almuerzo no acabó con los sufrimientos y la soledad de Doña N. y de W., pero sí les regaló instantes de felicidad y amistad. No soluciona la vida, no resuelve los problemas, pero vale la pena llenar una tarde con risas, con la alegría de compartir juntos la mesa y después cerrar los ojos por la noche con el corazón contento. Y tengo la certeza de que fue así, sobre todo después de escuchar las palabras de nuestra amiga: “antes de comer yo ya estaba satisfecha, porque mi corazón está lleno de alegría por compartir esta mesa de amistad con ustedes”.
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