De Lucía Baldor, El Salvador:
J. y M. son dos mujeres, madre e hija, J. de 85 años y M. 50 años aproximadamente. Viven en la casa más humilde que hasta ahora conocí. La mamá vende botellas de plástico que encuentra cambiándolas por unos pocos centavos, con eso compra comida para su hija que está postrada en su cama sin poder moverse demasiado, casi no habla, y padece de epilepsia. Cuando las conocí fui a llevarles una canasta, y luego un colchón para M. quien estaba acostada sobre el metal de su cama debido a que su colchón ya no servía más. Ellas no tienen agua, por lo que M. no puede bañarse frecuentemente y su baño es su colchón.
Al principio me parecía que me iba a costar mucho esta amistad, hasta que una semana después recibimos una llamada de una vecina de ella, que nos pedía que fuéramos a su casa porque J. no se había despertado desde la noche y no sabían a qué emergencias llamar. En cuanto llegamos vimos a este mujer en su cama, ya no tenía pulso, y fue duro para nosotros ver que ya no respiraba, y aunque vino un médico de la colonia solamente comprobó lo que pensábamos, había fallecido durante la noche.
Aunque al principio no es muy fácil saber qué hacer, le regalamos lo último que podíamos darle: una oración por su alma.
Ese es el momento en el que me di cuenta lo poco y lo mucho que llevamos, en vida fue una gran amiga de los misioneros, y ninguno la sacó de su pobreza, lo que le dieron fue amor y amistad, y ahora que su cuerpo ya no está, eso es lo que cuenta, eso es lo que se lleva, el amor de cada uno de los voluntarios y esta oración que pudimos hacer junto a su cama.
Después fui a la habitación de M. pues nadie aún había ido a verla, fue la primera vez que me vi ante la situación de tener que dar la noticia a alguien que su mamá había fallecido.
A M. no le gusta hablar mucho, solamente responde con sí o no, y en algunas ocasiones frases cortas; pero en ese momento no fue necesario que dijera muchas palabras, solamente su mirada reflejaba su tristeza al saber que su mamá ya no iba a poder cuidarla, que ya no iba a estar con ella. Y en ese momento no podía hacer más que simplemente quedarme junto a su cama como me lo había pedido.
Unos minutos después, en los que ella no quería hablar mucho de lo que había sucedido con su mamá -pienso que todavía no terminaba de asimilarlo del todo- comenzó a mostrarme poco a poco cómo podía mover sus manos y un poco de sus pies. La mañana pasó con ella tratando de imitar las señas que yo le hacía.
Después de esta mañana mi mirada hacia M. cambió totalmente, ahora busco la manera de poder pasar tiempo con ella para ayudarla a pasar este duelo, para encontrar quien pueda encargarse de ella a tiempo completo, y ante todo mostrarle que en su sufrimiento está Jesús, que ella no está sola en lo que está pasando, que hay alguien que vino al mundo y que también sufrió, y que ese “alguien” es el mismo que me lleva a mí hasta ella.
Al principio pensé que me iba a quedar sin saber qué hacer en cada visita sorprendida por la situación en la que vive, pero este día me di cuenta que eran más grandes mis deseos de estar ahí a su lado que mis limitaciones, y comprendí que Jesús me regala un amor que solamente se multiplica cuando lo doy a los demás.
A pesar de lo sucedido con su madre, no se dejó vencer por el desánimo o la tristeza, sino que en una de las ocasiones en las que fuimos a ver si estaba bien, la encontramos parada junto a su puerta, y después de proponerle dar un pequeño paseo por afuera de su casa, aceptó y con ayuda nuestra pudo salir.
M nos demostró que con compañía y amor puede esforzarse, que no es fácil para ella, pero que está dispuesta a no dejar simplemente pasar los días en su cama. Y aunque esto no significa que ya pueda empezar a caminar cada día, sí fue un gran signo que luego de haber fallecido su mamá ella muestre este deseo de continuar.
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